Desde hace dos años, Ofelia no puede trasladarse sin ayuda. Las desgracias vinieron de la mano: enviudé poco tiempo después de su fatal accidente. Cuando sus hijos me propusieron mudarme a vivir con ella, acepté (reconociendo de esta forma cuánto les debía).

Alquilé el chalet que nos había demandado media vida construir; regalé las enciclopedias y los diccionarios bilingües a la biblioteca de la escuela pública ubicada justo enfrente; doné la ropa de Eloy a Cáritas y a quien había sido su ayudante, a modo de indemnización, las herramientas y unas máquinas. Antes de entregar la vivienda, en el porche enrejado ubiqué por un mes desde las tazas Verbano hasta la tabla de planchar, la licuadora, las reproducciones de cuadros famosos, la enceradora, el reloj cucú suizo y unos petit muebles que habíamos comprado al comienzo de nuestra vida de casados.

Con mi linda letra de maestra, escribí los precios en tarjetas de bordes recortados con la tijera dentada. Al término de tres o cuatro días había descubierto que regatear era innato en mí. Además, tenía paciencia con los indecisos y de hablar solo unas pocas palabras fue grato volver a conversar sin horario, conocer gente nueva o mostrarme, de otro modo, frente a antiguas amistades. Elegía mi ropa con cuidado ―tratando de no repetir el atuendo―, limaba y después pintaba, con calcio incoloro, mis uñas quebradizas.

Una ventosa tarde de septiembre, después de mirar con nostalgia un álbum de fotografías familiares, sentí deseos de recuperar una parte de mi antigua estampa y decidida volví a cruzar el umbral de Ely, peluquería unisex.

Para ese entonces, había trasladado todo adentro convirtiendo las cuatro paredes del living comedor en un bazar; el cartel, con el horario de atención, se lucía en la puerta de entrada. Mi largo año cuidando a un hombre postrado, sin duda, incubó en el corazón de los demás una cierta compasión. Por lo tanto, no fue una sorpresa que adquirieran los electrodomésticos comprados en cuotas, recuerdos de nuestras vacaciones en las sierras de Córdoba, las frazadas de pura lana, el ventilador de pie, las compoteras con flores azul intenso nunca estrenadas.

Los detalles curiosos, sobre los objetos en venta, se fueron convirtiendo en historias románticas o de suspenso (según el público). Muchos oyentes retornaban acompañados, algunos se traían un termo y el mate circulaba; de mi parte, se me hizo costumbre convidar con alguna masita horneada la noche anterior.

Los fines de semana llegaban desde pueblos vecinos; todos escuchaban embelesados y al final, felices de la vida compraban, aunque sea, uno de los imanes que habían adornado nuestra heladera.

Cumplido el plazo envolví ―en papel metalizado― una reluciente pava eléctrica color roja para el Dr. Ferreras Alsina, nuestro médico de cabecera; almohadones bordados por Greta, mi vecina, para las enfermeras y a quien le había dado la extremaunción, el padre Pedro, le entregué un legado que abarcaba desde el cajón con variadas latas de betún hasta el último plato sopero, los tenedores y cuchillos Tramontina con mango de madera, una ponchera de cristal (que tal vez le resultara útil para una rifa parroquial) y una suma de dinero, en efectivo, porque no iba a estar presente el fin de semana de la colecta anual «Más por Menos».

Llevé calas y dalias púrpura al cementerio, hice las valijas, entregué la propiedad y fijé legalmente un nuevo domicilio.

Extraño esos días cuando no cabía un alfiler en mi casa. Me gusta recordarlos.

Hoy llueve una lluvia de Serrat. Mi cuñada dormita en su silla de ruedas. Miro a través de la ventana, con este destino de ver pasar la vida mientras cuido enfermos. De ver pasar a una chica con dos paraguas. Uno, abierto, multicolor; el otro, cerrado, negro. Paraplüi, guarda chuva, umbrella. En una hora llegará la kinesióloga, pero antes prepararé el vaso con agua mineral y colocaré, metódicamente, en los compartimentos de la caja de plástico: la pastilla bicolor redonda, la blanca más pequeña y la rosa, ovalada.

Tengo tiempo disponible para formular porqués, para hacer suposiciones.

El hombre le ha pedido que vaya a esperarlo a la terminal o se les ha roto el auto y mientras la grúa lo traslada hasta el domicilio del mecánico, ellos regresan a pie abrazados. ¿O va a devolver el que le prestó su amiga, hace cinco semanas, cuando empezó a lloviznar de improviso en tanto mateaban y reían como cuando eran niñas? ¿Y si, al plegado, se le ha roto una varilla al darlo vuelta el viento y ha tenido que entrar al supermercado o a una tienda a comprar uno nuevo? Existe la posibilidad de donarlo, dándole una segunda vida; ¿estará al tanto? En un programa televisivo, que vi anteanoche, se mostraba cómo con las telas desechadas confeccionan impermeables para los sin techo y se los dan cuando el clima desmejora. ¿Quién puede haber llamado del colegio avisándole que su hijo ha levantado fiebre y debe retirarlo? ¡Por eso tanto apuro!

También tengo este tiempo de espera para recordar la vez que, en «Cine europeo de ayer», vimos Los paraguas de Cherburgo. La pesada respiración después de trabajar por horas, la cabeza en mi hombro, la piel curtida, la barba entrecana, la mano izquierda con un hilito de grasa bajo la uña del pulgar, la camisa escocesa de mangas cortas un poco arrugada, despertarlo para irnos a la cama con la música de Michel Legrand de fondo y esa letra inolvidable: I will wait for you…for a thousand summers…I will wait for you.

Aguardaré hasta que la chica de los dos paraguas pase de nuevo, de regreso. La esperaré para preguntarle si se alegró al verla, si tuvo sentido la prisa, la preocupación, si pudo donarlo. ¡Cuánto extraño a esa persona que conocí a los diecinueve años! Busco mi paraguas: el objeto más valioso que tengo, aquel del cual no me desprendí, el que no quise vender, el que una tarde de primavera se mudó conmigo.

Salgo a la vereda. Lo abro. Mi mano desocupada busca al hombre y la lluvia la moja. Paso el índice por su mejilla. Puedo tocarlo. Tiemblo. Nos aproximamos hacia el abrazo. Eloy me besa por primera vez.

La mujer tiene la vista perdida, diluida en la calle vacía. ¿En qué estará pensando? De tanto verla detrás del vidrio me parece que la conozco.

¡Quiero vivir intensamente antes de que me llegue el momento de la vejez, de la soledad, de las ausencias eternas! ¡Quiero que la lluvia traspase mis huesos! Temblar, llorar sin tregua, olvidarlo.

Hoy, para empezar a transitar ese camino, he dejado abandonados sobre un banco de la plaza Malvinas dos paraguas: uno negro y otro multicolor.

El que era de él. El que era mío.

Por Silvia Nou
(Escritora)

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