Cuando Amadeo examinaba con la lupa una antigua moneda de oro, sonó el teléfono. Ignoró la llamada, no le agradaban las interrupciones mientras trabajaba. Pasados unos segundos, volvió a sonar. Miró el aparato con disgusto y finalmente atendió.

―Hay algo que quiero comentarte: Benito estuvo en la cárcel un par de semanas. Pactó su libertad a cambio de denunciar a las personas con las que negociaba la mercancía que robaba… ―Tobías hizo una pausa― tu nombre figura en la lista. ―¡No puede ser! ―exclamó Amadeo desconcertado. ―Y hay algo más ―agregó Tobías―, me dieron información de que la policía va a pasar por tu tienda.

Al finalizar la conversación telefónica, Amadeo apretó los dientes, los labios se tensaron como cuerda de arco. Guardó la moneda en el cajón y sacó la funda de cuero que había pertenecido a su padre. Benito lo miraba con una sonrisa fría desde la fotografía que Amadeo había guardado durante años, en ese marco de bronce. Con el revólver en la mano apuntó al corazón de su amigo y le dijo: «Nos criamos en el mismo barrio. Compartimos el aroma de la leche caliente, los humeantes buñuelos con pasas de uva que nuestras madres preparaban, y a la hora de regresar siempre nos entreteníamos pateando una pelota de cuero agrietado y sucia de barro. «¿Te acordás, Benito? No, no te acordás». Se inclinó hacia delante, puso el arma sobre el escritorio y levantó el portarretrato para mirarlo de cerca. En esa foto también estaba él, entrecerrando los ojos como si el sol luminoso de abril le molestara; y a su derecha, Tobías vistiendo uniforme y boina azul. Por su mente comenzaron a pasar algunas imágenes de una época lejana. Benito, como tenía talento y era rápido para los negocios, se dedicó a adquirir mercadería de China que traían los barcos; al atardecer cruzaba el río con su barca y negociaba los productos en el Paraguay. Tobías había ingresado a la Escuela de Policía. Y él, siguió con la tradición familiar, trabajando en la tienda de antigüedades que estaba en el puerto.

Entre tantas imágenes que seguían llegando del pasado, Amadeo recordó el día aquel en que Benito entró a la tienda con un bolso que dejó sobre una silla. Los dedos temblorosos de su amigo delataban su nerviosismo al desprender un par de botones ―con forma de cuerno―de su viejo montgomery, quedando al descubierto la leontina plateada de un reloj de faltriquera. Con desesperación, le había dicho que necesitaba dinero y las palabras que salían de su boca, eran una súplica para que comprara una lámpara. Notó que ese Benito no era el mismo que conoció en su infancia. Sintió la necesidad de ayudarlo y adquirió la lámpara que ni siquiera le gustaba. A partir de ese día, Benito comenzó a frecuentarlo. Siempre le ofrecía alguna pieza antigua, pero Amadeo se negaba. No quería involucrarse ni tener problemas, en el puerto se comentaba que realizaba negocios turbios.

No podía entender que entre ellos se abriera una grieta. «Creí que éramos amigos…», se lamentó y arrojó furioso el portarretrato que fue a dar contra el marco de la ventana, los trozos de vidrio se esparcieron en el piso de la tienda.

Hizo caer el percutor una vez… otra vez. No pudo dominar el estremecimiento en la mano y se apresuró a dejar el revólver dentro del cajón. Salió a la noche guiado por su intuición y cruzó la desolada calle en dirección al muelle, vacío de barcos, de obreros. Las cadenas herrumbradas de las grúas crujían con un sonido agónico cuando vio a un hombre, por la manera de andar le pareció que era su amigo.

―¡Benito!

El grito estalló en una nuca rapada. Trató de alcanzarlo y en el momento en que lo tuvo frente a él, advirtió que era otra persona. Entonces Amadeo se dirigió al bar La Ballesta donde los tres siempre se reunían. El cartel, de letras grandes y desparejas, colgado en la puerta de la calle decía: “Cerrado”. Giró sobre sus talones y caminó hacia la tienda, cargando sobre su espalda la amargura y la humedad de la niebla.

Al llegar, notó la puerta entreabierta y la aspereza del silencio erizó su piel. Asomó la cabeza y miró hacia el interior. No podía creer que el vidrio de la vitrina estuviera roto; el exhibidor donde colgaba el collar de perlas, vacío; faltaban la pluma estilográfica y la brújula nórdica. Amadeo se dirigió hacia la ventana y tropezó con un fragmento de vidrio, al lado estaba el portarretrato en el mismo lugar a donde había ido a parar cuando él lo arrojó. Le llamó la atención que faltara la foto, solo quedaban astillas quebradas. Sus ojos percibieron algo brillante, se agachó y los dedos ansiosos atraparon la leontina plateada, al reconocerla, el corazón le palpitó a toda velocidad. Desde la ventana observó la luz de las farolas que bañaban el muelle y desvanecían la oscuridad. Alcanzó a distinguir el montgomery color mostaza adentro de la barca que abría el agua del río y se alejaba, perdiéndose, en la negrura de la noche.

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)

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