Este cuento obtuvo el segundo lugar de la convocatoria de “Nos contamos” organizada por el grupo Fusión.

“Señalar es malo”, decía la gente, “pero señalar el humo es pecado”. No lo decían como un mito, sino como una verdad que había trascendido las generaciones desde tiempos inmemoriales. Me enumeraban infinitos ejemplos de hombres, mujeres y niños traviesos que se habían atrevido a tal empresa y que ahora vivían con un muñón en lugar de un índice. Arrepentidos. Lamentaban el instante en que habían cedido a su curiosidad y habían osado señalar la estela de humo de un avión surcando el cielo. Mi papá, mi mamá, mis tíos, mis vecinos, todos hablaban con los ceños fruncidos y serios sobre lo terrible que sería hacer aquello.

—Pero quién te corta el dedo —preguntaba yo.

—Dios.

—El humo.

—El Diablo.

Había tantas respuestas y yo siempre me consideré un niño tan listo, que fue muy fácil caer en el escepticismo.

Casino Axel

La primera vez que señalé el humo, lo hice con mi índice derecho. Mamá me dio un manotazo al escuchar el grito de dolor que salió de mi garganta al sentir al dedo desprenderse de mi mano. Después me sermoneó durante más de una hora sobre lo malo que es señalar. La segunda vez, utilicé el índice izquierdo. Papá suspiró un “no aprendes” resignado. Yo intentaba detener la hemorragia con mi pañuelo, trataba de recordar cualquier cosa inusual que hubiese sucedido antes de que se rasgase la piel, el músculo, el hueso, cualquier cosa que arroje un poco de luz sobre el osado experimento que dos dedos. Nunca obtuve respuesta.

Aprendí a temerle al humo, al cielo. Nunca volví la vista hacía allá arriba. Solo vivía abajo, entre los míos. Retransmitía mi experiencia bañada de veneración a los más jóvenes. “Señalar es malo”, les decía. Mientras más maduraba, más sabias sonaban mis advertencias. Mis dos índices ausentes imprimían mayor veracidad a mis palabras. Aunque estoy seguro de que, a pesar de todo, hubo muchos que desoyeron mi consejo. 

Cierto día, hastiado del mundo de aquí abajo, decidí volver a mirar al cielo al escuchar el vuelo de un avión. Ahí estaba la máquina, con el rastro de humo tras ella dibujando una línea perfecta en el celeste limpio del firmamento. Reconocí mi infancia en aquel fino sendero blanco que parecía tan filosa y mortal después de mis dos nefastas experiencias señalándola. Quise llorar, por aquellos índices que durante tan poco tiempo me habían acompañado en mi terco señalar, hasta que aquella línea las había separado de mi cuerpo. Renegué contra mis decisiones, contra mi curiosidad y en fin, contra aquella estela de humo.

—¿Por qué? —le grité al infinito. 

Como respuesta, el humo. Desaparecía. Moría. Solo había nacido por un instante para recordarme lo imprudente que había sido, lo desgraciado que era ahora. “¿Por qué?”, me dirigí la pregunta en silencio a mí esta vez. La línea blanca se hizo más difusa en el cielo. Pronto desaparecería por completo. Sería un recuerdo. Como mis padres y sus lecciones que no escuché, como mi infancia, como mis índices que pagaron mi desobediencia. 

Sonreí ante una nueva idea. 

Traviesa. 

Curiosa.

Desafiante. 

Levanté ambas manos antes de que la estela desapareciese por completo. Ya no tenía índices. ¿Qué cortarían para castigarme ahora? ¿Otro dedo? ¿Mi meñique, mi anular? ¿Mis manos? ¿Mi cuello? “Señalar es malo”, decía la gente. Antes de volver a hacerlo por tercera vez —ya no curioso sino enojado— cerré los ojos y me preparé para lo peor.  

Axel Huascar Luna Poma

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