En la madrugada de un domingo, Patricia llegó al muelle, donde solo el aire frío revoloteaba entre las olas. Su puño cerrado parecía que guardaba un secreto, mientras su mirada se hundía en el horizonte de un mar infinito. Los primeros rayos de sol se deslizaron sobre sus hombros. De pie, en el filo de la madera, su cuerpo tiritaba como la luz de una vela a punto de apagarse; parecía que iba a arrojarse.

El agua golpeaba la proa del barco, en un compás irregular. Patricia cerró los ojos y apretó con fuerza lo que guardaba en su mano, lo sintió arder contra su piel que le recordaba que todo había comenzado con la llegada de las cartas. Su marido las abría con desconfianza, husmeaba entre las letras, hasta olía el papel buscando una mentira, convencido de que cada sobre escondía el nombre, tal vez de un argentino o quizás de un venezolano. Como él no sabía leer se imaginaba cualquier cosa. Patricia le explicaba hasta el cansancio que las cartas se las enviaban su madre y hermana.

Una noche de luna llena, la luz se filtraba por las rendijas de la ventana y en su memoria volvía la imagen de la luna reflejada en el río, como un dije mágico resplandeciendo en la noche. Al acostarse, su esposo encendió un cigarrillo.

—No te vayas —le pidió en la penumbra.

—Me gustaría que conocieras mi río —le dijo Patricia.

Y entonces, le contó que en su pueblo, El Espinillo, hay un río que se llama Paraná, es ancho y tiene una energía imponente, por sus aguas navegan los irupés de flores blancas; nadie los siembra, nacen del río. El yacaré gris flota en el agua como un monstruo ancestral y se hunde en silencio hasta desaparecer en las profundidades. Y la yarará repta tranquila luciendo los arabescos ramificados de su piel como una escritura eterna, infinita. En el invierno la niebla compacta y húmeda rodea El Paraná como si lo devorara.

Patricia le hablaba de su río como si estuviera vivo, a veces, hasta tenía la sensación de estar sentada en la orilla y de que por sus venas no circulaba sangre, sino el agua de aquel cauce.

La relación con su marido empeoró cuando comenzaron a llegar con más frecuencia las cartas. Entonces se le ocurrió una idea tan brillante como las estrellas que iluminaban la noche. Después de cenar Patricia se animó a revelar a su esposo esa idea.

—Quiero contarte algo.

—¿Ahora? Me tengo que ir. Pero si es por las cartas, dale larga el rollo.

Quizás él esperaba escuchar un «Me voy». Pero no, ella no le habló de irse, ni de ningún hombre como él pensaba.

—Estoy buscando otro trabajo por la tarde, quiero ahorrar dinero para que vayamos los dos a ver a mi familia —dijo con la voz entrecortada por la emoción—. Para que conozcas mi río y a su rey el surubí.

—¡Para, para, para! El dinero de la limpieza de las oficinas no se toca. Es mío, acá hay muchos gastos.

—Por eso estoy buscando un trabajo por la tarde.

Y Patricia encontró lo que buscaba, aunque se deslomaba fregando pisos no le importaba porque cada billete que contaba con dedos cansados le devolvía la ilusión. Los guardaba en una caja de zapatos junto a las cartas. Allí dormían el esfuerzo de meses y su deseo de regresar a su tierra, a su río.

Una noche su esposo llegó a la casa con una sonrisa. Después de cenar soltó una lluvia de palabras.

—Es muy importante. Es muy bueno. Es un regalo. Calentá el agua y te cuento.

—¿Un regalo? ¿Para mí? —preguntó intrigada. La emoción le aflojó los dedos y la yerbera se le resbaló de las manos.

—El caballo del Tincho corre en el hipódromo, el sábado. Todos dicen que gana. Y están apostando fuerte. El turco vendió la bicicleta y apostó toda la guita, seguro que se compra la moto. Si hago una buena apuesta y gano nos alcanza para viajar a la Argentina, ver a tu familia y ese río.

Él salió decidido a apostar; Patricia cerró la caja pensando en su hermana, en su madre. Más tarde se tendió en la cama abrazando el regreso a El Espinillo.

El sábado, su marido se levantó temprano y se fue al hipódromo. Como era su día de descanso, Patricia permaneció un rato más en la cama, dejando que las palabras circularan por su mente, hasta que atrapó dos. A la tarde tomó papel y se inclinó sobre la mesa, lo primero que escribió fueron aquellas palabras que retuvo: «Pronto, muy pronto». La noche trascurría en calma cuando su marido llegó sin hacer ruido, la cabeza gacha y el aliento agrio de la ginebra, en silencio se dirigió al dormitorio. Con solo mirarlo, Patricia supo qué había ocurrido, tomó la carta que no enviaría y la rompió en pedacitos.

Con su pañuelo de gasa atado al cuello y sus zapatillas de lona roja caminó hasta el muelle. Patricia abrió su mano y dejó caer las migajas de la carta sobre el mar, los fragmentos se perdieron entre las olas, junto a sus sueños. Cuando sonó la bocina del barco, amanecía. Su piel se erizó y el corazón se agitó al escuchar el sonido agónico del ancla al elevarse, en ese instante, sus sueños se ahogaron.

Con paso corto, lento y pausado se alejó del muelle.

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)

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