La diligencia

El tío Antonio sujetó las riendas con ganas.

Días antes había llovido de lo lindo, así que nos bamboleábamos de un lado a otro lo cual le daba al recorrido cierto sabor a aventura. Íbamos, por la calles de tierra, charlando; no recuerdo el tema, pero sí los enormes bigotes, su sonrisa franca y el modo en que arqueaba la espalda cuando se proponía que el caballo se detuviera enfrente de una casa.

Una vez logrado su cometido descargaba la mercadería que, con la ayuda de mi abuelo ―dueño de un almacén de ramos generales―, había sido acomodada en la parte trasera del carro utilizado para los repartos.

Más que encontrarme en la zona de quintas a mí me parecía estar protagonizando un arriesgado viaje en diligencia, tal cual acontecía en las películas acerca del lejano Oeste proyectadas en el Cine Español o en las revistas de cowboys que me prestaba mi primo Andrés.

En la última parada lo esperé sentada en el pescante, dejando vagar mi mirada por el cielo, adjudicándole nombres imaginarios a los diversos formatos de las nubes. Desde lejos algo me sacó del ensueño infantil. Observé intrigada los ademanes que hacía mi familiar; discutía con una señora muy voluminosa. Descendí tratando de hacer el menor ruido posible y al acercarme reconocí de inmediato a Tobías, el perro caniche de la tía Montserrat, desaparecido semanas atrás.

Resultaba extraño el cambio de color en su pelaje: de blanco a gris, como si le hubieran aplicado matizador…

―¡¡Ladrones!! ―exclamó la raptora, en tanto nos alejábamos deprisa con el cautivo en mis brazos.

«El Tonio y la Montse emigraron desde España a Cuba. Después, con una mascota a cuestas y un bebé en camino, emprendieron el viaje a la Argentina», me habían explicado. «Acá les abrimos los brazos con generosidad», agregó alguien.

Esa noche, la familia entera celebró el rescate bajo la frondosa parra de uva chinche que había en el patio de la casa de los abuelos.

Y la heroína brindó con sidra casera.

Por primera vez.