Bruna Alba se mudó a Firmat, una ciudad del sur de Santa Fe, no por elección sino porque en el banco donde trabajaba le había correspondido un ascenso. O lo tomaba o lo perdía.

Después de acomodar el equipaje en el cuarto de la pensión céntrica —su lugar de residencia de lunes a viernes—, decidió visitar el museo. Tres cuadras la separaban del edificio y unos 120 años, de la fundación de la ciudad.

Le agradaba encontrarse con obras de arte y objetos inertes que le hablaban de épocas pasadas. Sabía que en un momento dado su mente los evocaría y pasarían a formar parte de otra escena. El catre de campaña del Libertador, las ocho telas de La luz de un día, una máscara de oro de la cultura lambayaque del Oro del Perú, aquel grupo de escolares sentados en el piso escuchando atentos al guía entrado en años y los catorce girasoles de Van Gogh estaban en su haber.

Una vez ubicada en su nuevo puesto, en los atardeceres se le hizo costumbre dar varias vueltas alrededor de la plaza principal.

Fue cuando se detuvo a leer la placa al pie del monumento en homenaje a Carlos Casado del Alisal que pensó en adentrarse, un poco más, en el quién es quién de la historia local.

Por la noche investigó, con curiosidad, acerca de la persona a la cual en 1881 el gobernador autorizó a formar la sociedad que tendría a cargo la construcción y explotación del Ferrocarril Oeste Santafesino (destinado a unir el puerto de Rosario con distintos centros de población). Le gustaba leer biografías en busca del detalle que —para ella— resultara novedoso; lo encontró cuando se enteró de que el hermano, don José María Casado del Alisal, había sido un pintor conocido por sus imponentes cuadros históricos y por la amistad con Bécquer. El encargado de recaudar los fondos para ayudar económicamente a la familia del escritor y para editar su obra póstuma: Las Rimas.

Aún recordaba una estrofa, recitada en la clase de literatura por la entrañable señorita Mimí Duvalier, quien al acercarse a los últimos versos, de modo teatral exageraba la entonación:

La noche se entraba

el sol se había puesto: 

perdido en las sombras 

yo pensé un momento: 

¡Dios mío, qué solos  se quedan los muertos!”

Una tarde, después de caminar a buen ritmo, se acercó a la iglesia principal; quería rezar: tenía buenos motivos para hacerlo. La frescura y el místico silencio se adueñaron de su cuerpo. Apoyada en una columna, paseaba la vista por el vitraux de la resurrección de Lázaro cuando entró en una especie de letargo —provocado por el madrugón, el mal dormir sobre un colchón demasiado rígido para su gusto—; se le cayeron los párpados por unos minutos en tanto los rostros de María y Marta se desvanecían…

Al abrir los ojos, sorprendida, se encontró en medio de un sepelio. Justo un año atrás, en vísperas de su boda con José Ignacio, había fallecido la mejor amiga que tuvo. Desde la tragedia no volvió a pisar un templo ni a derramar una lágrima. Hasta ese momento.

Al salir observó a los más afectados: una pareja de la edad de sus propios padres, rodeados de los que supuso eran los familiares más cercanos.

Se alejó por el boulevard de palos borrachos y, poco antes del cierre, llegó a la biblioteca. Había decidido asociarse.

Mientras esperaba que la bibliotecaria se desocupara, hojeó algunos de los diarios esparcidos al descuido; un gato de angora blanco dormitaba en el ángulo izquierdo de la larga mesa rectangular.

“Caía una llovizna fuerte sobre la ciudad, entonces recorriendo las cercanías del lugar, eran las tres y media de la mañana, lo recuerdo bien, ingresamos por el camino central del cementerio y observamos en uno de los bancos ―el de la derecha―ubicado en el ingreso, a una mu- jer sentada, nos acercamos más con el vehículo y la llamamos señorita, señora a lo que ella no responde pero su mirada siempre al frente”.

“La joven tenía el rostro como si hubiese estado llorando mucho tiempo. Iba vestida con pantalones negros y polera cuello alto también negra”.

“A pesar de la lluvia ella no se mojaba y además estaba descalza. Su piel era blanca y la cara demacrada, sin perder los rasgos de la juventud. Su pelo era rubio, lacio, largo. Unos treinta y cinco años”.

La edad de Milly, la edad de Gustavo Adolfo. La preferencia por el color para vestir. El pelo. ¡Bruny, Bru, bruja quiero tener rulos como vos! Inseparables desde la niñez. Ponete los zapatos, te vas a resfriar. Hermana del corazón, de piel blanca como el algodón.

“Cuando encendimos la luz alta, vemos a la mujer totalmente transparente que continúa caminando por el camino hacia una zona de cañas donde dejamos de observarla”.

El felino se desperezó, encorvando el lomo y emitiendo un lánguido maullido.

― ¿Será cierto que ven en la oscuridad?

―preguntó la nena que ocupaba el asiento vecino. Movió los hombros y con el índice le señaló los libros. ―Ahí están las respuestas.

“Tenés ojos de gata”, se lo dijo antes del final, se lo decía siempre.

“Pero una sola vida”, y lloraban juntas. Al salir sintió unas ganas incontenibles de tomar un helado de crema del cielo y chocolate explosivo antes de regresar a su hogar temporario; empezó a caminar hacia el moderno local pero, como si una fuerza oculta la traccionara, cambió el rumbo y se dirigió hacia el único taxi estacionado.

―A esta hora ya debe estar cerrado ―le dijo el hombre al escuchar el destino solicitado. ―Da igual.

Recorrieron unas cuadras sin intercambiar palabra.

En la radio sonaba Te he echado de menos. “Uno de los éxitos del 2012”, había indicado la locutora entre tandas publicitarias.

El conductor miró a Bruna por el espejo retrovisor y deslizó, con cautela, el comentario: ― No le tiene miedo a los fantasmas ¿no? Porque el jueves, el jueves 13… ―No. Para nada ―interrumpió sonriendo dejando ver sus dientes frontales separados por una hendidura―; estoy acostumbrada porque uno me sigue a donde voy. El viaje de regreso fue distinto; se la notaba triste, desilusionada.

Los viernes, el mismo taxista la llevaba hasta la terminal de ómnibus; al cementerio, unas tres o cuatro veces más. ¡Hasta le explicó por qué iba!

Ya no se la ve en la plaza, sentada siempre en el mismo banco —de espaldas al fundador—, leyendo Las Rimas de Bécquer o conversando con un señor de tupido bigote gris.

Pocos la recuerdan.

Por Silvia Nou
(Escritora)

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