Entro al probador. Forcejeo. La malla entera, negra, con unos brillitos en el escote y en los breteles oprime y deprime. Miro a la mujer que tengo delante tratando de adivinar quién es. Las luces blancas me hacen sentir en un quirófano; prefiero las cálidas porque son más amables con mi cuerpo. Tengo varias posibilidades para evitar el compromiso familiar al aire libre: que llueva o que esté nublado o herirla y ser condenada. Saco, de un bolsillo interior de la bandolera, la tijerita de bordar regalo de Sor Amable, durante mis años de pupilado para que cortara el llanto nocturno, el deseo de estar en La Otilia durmiendo al lado de mi hermana melliza. Acerco los ojos hasta ponerme bizca, empaño el rostro de la Otra, dejo de ser la mesurada y se la clavo en la mejilla. Terminar en prisión, al igual que Bonnie Parker, pasando el tiempo escribiendo poesía aparece como una interesante posibilidad. Cuando me alejo ya vestida y resignada veo que la herida no sangra, es solo un rasguño, mejor dicho un rayón. Chau, cara de espejo.
Camino malhumorada, distraída, recordando el baile de gala en que fui elegida segunda princesa durante la Fiesta Nacional de la Ganadería. «Cuidado, señora. No se va a casar». El muchachito subido a una escalera de madera larga la frase desde las alturas. ¿Se la habrá escuchado decir a su abuelo que seguramente también fue pintor y cuando le hablaba intercalaba refranes con órdenes? No puede evitar en el sutil tambaleo que unas gotas azules caigan del rodillo y pasen rozando mi perfil; peor hubiera sido que se le diera vuelta el balde convirtiéndome en una ridícula Pitufina.
Sigo caminando y admirando, de tanto en tanto, alguna vidriera engalanada con luces, guirnaldas, trineos o maniquíes con gorros rojos y pompones blancos, entristeciéndome ante los VENDE, ALQUILA, TODO AL COSTO, SALE. Proyectos frustrados. Conozco ese dolor.
Doblo en la esquina. A mí, como a Oliveira, hace rato que me importan las cosas sin importancia. Convierto elecciones simples en cuestiones de Estado. Me pasa con las mermeladas: ¿primera marca o segunda?, ¿arándanos o naranja?
¿Vereda del sol o vereda de la sombra? Del sol.
Si nos hubiésemos conocido antes. Tengo el presentimiento de que pronunciaré esa frase una mañana cualquiera. Súbitamente de una rama torcida de un olmo común plantado en una calle de mierda con tráfico y sin semáforo, se tira un gato negro y aunque tengo tiempo de cruzar los dedos… el accidente sucede.
Pierdo momentáneamente el equilibrio, por suerte logro mantenerme en pie sobre mis sandalias descubiertas en la punta, cierre de hebilla, con plataforma de yute en forma de cuña. De la bolsa de material reciclable con estampa de renos americanos y la inscripción Merry Christmas, ruedan por la vereda de baldosas vainilla las esferas navideñas recién compradas. Las rojas, las azules, las doradas. Tres de cada.
A medida que las voy juntando, las reviso. Están intactas gracias a la industrialización. Son de plástico no de vidrio soplado como las que colgaban del pino navideño natural en la quinta de la tía Dorotea Goetzenbruck. Lo ubicaban cerca del hogar a leña que en diciembre albergaba un pesebre nevado… con talco. Romper —en casa ajena— algo que no se puede reponer alcanzaba en mi infancia tintes dramáticos. Las esferas, heredadas de generación en generación, provenientes de una fábrica de vidrio localizada en un poblado de los Bosques del Norte (en la frontera entre Francia y Alemania) eran irremplazables. A menos que se pudiera hacer un viaje al pasado. Para ser precisa a 1930.
Pedí permiso para ir al baño. Yo no tenía ganas de hacer pis, tenía curiosidad por descubrir mi regalo de Navidad. Mi ansiedad por saber, antes de las doce, qué me había traído Santa Claus sufrió una tajante maldición. ―Mala suerte ― me dijo bajando sus párpados untados con una sombra iridiscente. ―Mala suerte ―repitió abriendo aún más su boca delineada y sobrecargada de pintura labial púrpura. ―Mala suerte ―pronunció desde la altura suplementaria de su rubio rodete postizo.
No tuve en ese momento un hada buena que contrarrestara su aseveración y por años cargué con la culpa. Llegué a creer que esa travesura infantil tan común había tenido que ver con el distanciamiento entre mi tía y mi padre, con la enfermedad de Gertie, mi amada hermana.
Me falta juntar las dos que fueron a parar debajo de la mesa de un resto bar con nombre francés. Croque Monsieur/Croque Madame/Croque combinada alcanzo a leer en la pizarra de los anuncios. El señor está probando uno de los menúes del día servido sobre un individual de papel con estrellas de diferentes tamaños. Cuando voy a pedirle permiso para levantarlas, se le cae la servilleta al suelo y entonces las ve; se inclina e intenta guardarlas en un bolsito que está a su lado. Mi grito lo detiene en seco:
―¡Son mías!
Convertida por segundos en una odiosa tía Dorotea a quien los comensales miran con curiosidad, cambió el personaje de mi unipersonal y vuelvo a representar a la educada y gentil Clyde. A medida que voy explicándole mi percance callejero, indica la silla contigua a él con un ademán y me sirve un vaso con limonada; al estar más cerca, descubro que detrás de los gruesos cristales de sus anteojos de carey se extienden unos profundos ojos azules. Es como ver el mar desde la ventanilla de un avión. Desdibujado. Lejano. Posible. Un mar Caribe en el cual un grupo de personas charlan y beben ron añejo con sabor a fruta dulce, chocolate, café y especias.
Tengo la impresión de que lo conozco de antes. ―¿Puede ser que hayamos coincidido en alguna parte? ― pregunto ya más serena. ―Hace unos meses. En la sala de espera del oculista ― responde con cortesía―. Me levanté para cambiar de canal. «Si no le molesta», le dije; Ud. respondió que no y me contó la historia de su orzuelo ―agrega sonriendo―, yo le conté sobre mi preocupación por la presión ocular. Después comparamos los beneficios y precios de nuestras prepagas.
Un auto estaciona muy cerca de la vereda y desde adentro alguien, supongo que es su hija, le pregunta si ya terminó de almorzar. Le responde negativamente y quedan en llamarse. ―Mi mujer. No sé qué haría sin ella. Mala suerte. Mala suerte. Mala suerte
― ¿Te lo creíste?
Le presto más atención al cambio pronominal que a la broma. Se ha mudado del ustedeo al tuteo. ―Ha pasado un ángel ―susurro en voz muy baja para justificar el instante de silencio―. Estoy muerta de hambre. ¿Me pedirías una Croque Madame?― interrogo con confianza.
Asiente y con un ademán le indica a la moza que se acerque a nuestra mesa.
A lo lejos creo escuchar a una orquesta sinfónica ejecutando Stille Nacht, Heilige Nacht.
Noche de paz. Noche de amor.
Por Silvia Nou
(Escritora)