Homenaje a Julio Cortázar

Las piernas le dolían de tanto caminar y sobre sus hombros parecía cargar la preocupación. Octavio miraba cada casa, ansiando encontrar un cartel con dos palabras impresas: Se alquila. Siguió unas cuadras más, luego dobló a la izquierda hasta llegar a calle Necochea, vencido por el cansancio sintió la necesidad de detenerse un momento. El edificio abandonado no era el lugar ideal para descansar, pero desde allí podría ver algún cartel de alquiler. Se sentó en el piso y fijó la mirada al otro lado de la calle, aspirando el olor a olvido que desprendían las columnas. Le dio la impresión de que nadie habitaba la casa de la esquina, pero algo en la ventana, quizás un reflejo, lo hizo dudar. Por largo rato contempló la casa sin advertir ningún cambio. Apenas se puso de pie, una luz se encendió dibujando una sombra en la cortina. Al caer la noche, la luz se apagó y Octavio cruzó la calle mirando la vivienda; sus dos grandes ventanales mantenían una perfecta simetría con la sólida puerta principal. La rodeó por el lado izquierdo y al llegar a la calle Rodriguez Peña, se encontró con la parte trasera: un tapial con una puerta verde descolorida, sencilla, casi oculta como un espectro que guarda un secreto añejo.

Una hora después, Octavio volvió a su hogar. Rita estaba en el sillón, mirando la pared mustia, marchita como su cara. En silencio, se sentó junto a ella, se quitó las zapatillas para calzarse unas chinelas viejas. Se dio cuenta de que su esposa estaba abatida y le rozó el hombro con una caricia suave.
—¿Conseguiste algo? —le preguntó Rita con voz pausada.
—Nada —dijo bajando la cabeza.
—¿Dónde vamos a ir?
—Nos quedan diez días —murmuró Octavio y respiró hondo conteniendo las ganas de llorar como si su mujer lo hubiera contagiado.
—Diez días… Pasan en un abrir y cerrar de ojos —susurró ella, como si las palabras al salir le lastimaran la garganta.

El lunes por la mañana, Octavio acudió a su trabajo y al finalizar la jornada visitó varias inmobiliarias, recibiendo de respuesta un soplo negativo que avivó la llama de la desdicha; entonces buscó consuelo en el edificio abandonado. Eligió un lugar que tuviera una vista perfecta para observar aquella casa, sin ser visto. En medio de la preocupación se le ocurrió que podrían vivir allí y la tristeza se alejaría de su esposa. Se fijó en cada detalle y anotó en su libretita azul: 6.30 Tarde. Cortinas cerradas. A las diecinueve en punto, la luz tras las cortinas se encendió y la sombra de una mujer apareció, como si estuviera sentada en un sillón. Anotaba: 7. Sombra M sentada. A las veinte, una silueta se unió, tal vez un hombre o quizás otra mujer y se acercó a ella apenas unos minutos, luego se marchó. M se incorporó con lentitud y después la habitación quedó sumida en la oscuridad. Escribía: 8. Noche. Sombra X. Cerró la libreta y se dirigió a la calle Rodríguez Peña. El aire fresco estaba cargado con el aroma de un café recién hecho. Miraba por la vidriera del bar cuando le comentó al mozo lo raro que le resultaba ver un tapial tan alto con una puerta angosta, casi insignificante.
—De todos los años que llevo trabajando, jamás he visto que esa puerta se abriera. Es como si no existiera. Para mí, los propietarios nunca vienen a esta parte de la casa. Es demasiado grande para dos personas —respondió el mozo.
Octavio se dio cuenta de que debía vigilar la casa. Cada día acudía al edificio abandonado y durante una semana, observó lo mismo: la sombra M y la sombra X. Al caer la noche, su mente imaginaba que podían ser hermanos y X tenía encerrada a M para controlar la fortuna familiar. Quizás se trataba de un secuestro, X tenía cautiva a M a cambio de un millonario rescate. Tal vez M y X eran dos ancianos indefensos, sin familia y necesitaban compañía. También cabía la posibilidad de que M y X fueran dos intrusos que habían usurpado la casa. Estas suposiciones lo mantuvieron en vela hasta entrada la noche. Intentó espantar sus perturbadores pensamientos y sacar coraje de lo más profundo para dirigirse a la calle Rodríguez Peña. Con el cuerpo apretujado contra la pared del tapial, llegó a la puerta verde y sacó una ganzúa del bolsillo. Con un giro preciso, la cerradura cedió. De inmediato ingresó y a los pocos minutos salió.
Al llegar al hogar, notó que Rita tenía los ojos rojos como si hubiera llorado, pero no sabía por qué había llorado.
—¿A dónde vamos a ir? ¿Dormiremos en la calle? —se frotó el ojo derecho con la palma de la mano y con la voz ronca, entrecortada, añadió—: El dueño del departamento amenazó con llamar a la policía, si esta noche no entregamos la llave.
—Conseguí casa —afirmó él de inmediato.
Frente a la puerta verde, miró a Rita y juntos ingresaron a la casa, sin hacer ruido. Ella dio varios pasos y se detuvo de golpe. Una sonrisa corta de alegría olvidada, marcó las arrugas. Sus ojos recorrieron la habitación, deteniéndose en los muebles antiguos, impecables, sin rastro de polvo como si en la mañana alguien meticuloso los hubiera limpiado. Octavio nunca había visto tantos libros juntos, alineados en la biblioteca con esmerada precisión. Sobre una silla descansaba una pañoleta verde, la tomó para cubrir los hombros de su esposa y le entregó unas pantuflas tejidas con lana celeste; ella se las calzó, le quedaban perfectas y a su medida. «No podemos abrir la puerta de roble que está al final del pasillo. Viviremos en este lado de la casa», dijo él mientras llenaba dos vasos de hesperidina.
Octavio salía de la casa a la mañana temprano para ir a su trabajo y finalizada la jornada regresaba abrumado al edificio abandonado. Se sentaba en el lugar de siempre, observaba la vivienda, la sombra de X y M, con sus movimientos habituales, monótonos, rutinarios. A la noche, entraba por la parte trasera y encontraba a Rita sentada en el sillón, triste y sin querer decirle qué le pasaba. Una madrugada, lo despertó y con voz baja y fatigosa le habló del silencio que emanaba de los libros, las carpetas tejidas, los muebles, la puerta maciza de roble. Imaginaba que del otro lado de la casa vivían dos fantasmas tan silentes como ellos dos. Él sintió lástima por la mujer y la aflicción le ahuyentó el sueño.
En un cajón del escritorio, Octavio encontró una pipa y con la boquilla entre los labios, se presentó ante Rita. Ella levantó la vista y murmuró: «Voy abrir la puerta de roble». Él le advirtió que era muy peligroso. Arrastrando los zapatos, la mujer ingresó al otro lado. La puerta de frente estaba abierta y se cerró con un portazo. Octavio se acercó a la ventana que durante tanto tiempo había observado desde el edificio y corrió apenas la cortina. X era un hombre y rodeaba con su brazo la cintura de M. Al llegar a la vereda, X tiró algo en la alcantarilla y se perdieron en la penumbra. Octavio esperó unos minutos y al fin decidió salir. Cuando puso la mano en el picaporte, se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada con llave. Abrió la ventana, respirando profundo se deslizó al otro lado; ni siquiera el aire fresco de la noche logró aliviar su agobio. Dudó un instante antes de introducir la mano en la alcantarilla. Sus dedos chocaron con algo duro. Lo levantó sintiendo el frío metal de una llave.
Como la vivienda era demasiado grande, decidieron ocupar solo las habitaciones del frente. Octavio dejó de frecuentar el edificio abandonado convencido de que la casa les pertenecía y de que debía pasar más tiempo con Rita. El atardecer invernal parecía reflejar el mutismo de su esposa, en la lentitud de sus dedos que apenas movían la aguja enredada con lana. El humo denso de la pipa formaba círculos en el aire, siempre iguales como si fueran infinitos y Octavio los contaba. Un ruido sorpresivo detuvo la suma y lo puso en alerta. Se acercó a la puerta de roble y un nuevo ruido sonó más cercano. Se quedaron tiesos, mirándose, con la sensación de que no estaban solos, que habían tomado la parte de atrás de la casa.

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)