El billete lustroso, hecho un rollito, se ahogaba en mi puño derecho. Había exigido ser quien lo entregaría a la persona que nos acompañara hasta la ubicación elegida, en la sala del único cine del pueblo. «Le faltan pocos habitantes para pasar a convertirse en ciudad», pronosticaba mi tío Henry, elegido como presidente de la comuna meses atrás.

Sentada entremedio de mis padres, desplegando el programa semanal leería de corrido el nombre de las películas, de los artistas extranjeros y entonces me felicitarían por mis progresos en inglés, elogiando la pronunciación adquirida gracias a que mi profesora, Mrs. O’Farrell, era irlandesa, madre de diez hijos y viuda. No solo mencionaría la hora de comienzo del film, además haría mentalmente la cuenta para pronunciar engreída la hora en la cual aparecería el The End. Comentaríamos cada uno de los avisos comerciales redactados en los laterales, me deleitaría anunciando los próximos estrenos y brillarían mis ojos, tanto como los fuegos artificiales del centenario, cada vez que la calificación fuera: «Apta para todo público».

Únicamente interrumpiría la performance detallada ante la sonriente aparición del heladero quien me alcanzaría, envuelto en papel metalizado, un palito bombón helado de vainilla recubierto con una fina capa de chocolate.

Era lo usual, pero esa noche en el horario de nuestra función hubo un retraso y me quedé con las ganas. Las puertas de ingreso, entornadas, contenían a un montón de vecinos protestando y a niños de corta edad cansados, sentados en el suelo. Cuando ya algunos pedían la devolución de su dinero, salió un señor y anunció con un megáfono de mano que si bien se había solucionado el problema técnico, no se proyectaría la comedia anunciada en la cartelera. Un desconocido nos guio a través del pasillo. «Seguramente complementa el sueldo con las propinas. Mala noche», dictaminó mi padre al observar que la mayoría del público, ansioso por presenciar la exhibición de una vez por todas, se acomodaba sin esperarlo.

Mi billete estaba transpirado; la mano que lo recibió, aún más.

Ya ubicados se me antojó un Aero. Saboreaba sus pequeñas burbujas de aire a pesar de que una vez creí ver salir, de adentro de una de ellas, un diminuto gusanito blanco. Como el kiosco estaba pegado al cine no me hicieron problemas. Además, se me había puesto en la cabeza que la nueva empleada tenía un misterioso parecido con Morticia, uno de los personajes de Los locos Addams, mi serie preferida. Quería verla bien de cerca para comprobar si no era su doble. Cuando regresé las luces se estaban apagando.

En la semioscuridad, un fuerte olor a colonia Old Spyce arrinconó mi cuerpo contra el desvaído cortinado de pana roja. La respiración era un jadeo. Sentí una leve tracción, el roce áspero del pantalón masculino en la pierna izquierda y la proximidad del rostro rasurado.

—Cuidado, linda. Hay un escalón. —Un vaho de enjuague bucal cayó sobre mí como la radiación en Hiroshima—. Te podés caer —murmuró el acomodador.

La linterna dibujó un triángulo de luz sobre el rígido asiento de madera.

Mientras iba apareciendo el sangriento título de la película en la pantalla panorámica, mi mamá me preguntó al oído por qué había tardado tanto y sin esperar una respuesta ordenó que en las partes feas me tapase los ojos.

(En Entrehojas. Editorial Creadores Argentinos, 2024)

Por Silvia Nou
(Escritora)

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