Carolina estaba agotada. Hacía meses que, junto con sus compañeras del taller bordaban cada una de las piezas de lo que sería el ajuar de una dama rica. Puntillas por doquier, diminutos bordados; casi artesanías que, las laboriosas manos y ojos cada vez más debilitados, ponían a disposición para satisfacer los deseos de las señoritas de la alta sociedad.

Con el cansancio a cuestas recorría las calles que la separaban del taller de costura de la congregación del conventillo donde vivía, un lugar en el que se hacinaban un sinfín de almas de inmigrantes, que al igual que sus padres y ella, se esforzaban día a día para sobrevivir. Pero Carolina no solo quería sobrevivir, quería torcerle el rumbo a ese destino que se empecinaba en hacerle creer que no había opciones para ella, que su camino estaba trazado con hilos de sudor y con lentejuelas de falso brillo.

Sus dedos blancos como la tiza, con algún que otro callo producto de su trabajo, acariciaban la letra escrita con tinta, como queriendo absorber también a través del tacto, lo que esos libros tenían para ofrecerle. Su familia pertenecía a la clase obrera, pero le había trasmitido el hábito de la lectura y el amor por los libros. En ellos encontraba mundos donde podía refugiarse, no sin alejarse de la realidad que la rodeaba y que tan injusta le parecía. En las cálidas noches de verano, el aroma del jazmín real, que trepaba por las paredes del patio del conventillo, ascendía embriagador y se colaba por la ventana abierta de la habitación donde dormía Carolina, dando el toque aromático a sus sueños de letras y protestas.

Ese abril la ciudad imitaba toscamente, a un Londres muy lejano. La niebla, con su velo blanquecino, envolvía todo a su paso. Las figuras se desdibujaban en ese entorno húmedo y acuoso. Carolina caminaba por las angostas veredas de San Telmo, pegada a las paredes, apurando el paso, temiendo que de entre esa espesura de fábula surgiera algún antiguo monstruo, de esos que habían poblado sus pesadillas infantiles.

Ahora, ya adulta, seguía luchando contra monstruos, no tan de fábula pero iguales en cuanto al temor y el desasosiego que le inspiraban. Gómez, el supervisor, paseaba su mirada de cíclope enfurecido por todo el taller, siempre atento a que el trabajo se cumpliera en los tiempos y en las formas por él impuestas. Su voluminoso cuerpo parecía tomar dimensiones grotescas cuando algo no marchaba como debía ser o si alguna trabajadora osaba llegar tarde; y su único ojo —tenía el otro oculto bajo un parche— lanzaba llamaradas de fuego que incineraban a la víctima en cuestión. El poder lo convertía en un tirano y acrecentaba su desdén hacia las mujeres.

—Podríamos haber traído el ajuar de Europa, no crea que no, pero pensamos que mandándolo a confeccionar acá tendríamos la posibilidad de supervisar de cerca todo el trabajo. —La voz rotunda de la dama de doble apellido y ornamentado sombrero llenó el espacio del taller.

—Usted ha tomado una decisión acertada, de la cual no se arrepentirá, se lo aseguro. —Gómez se mostraba de lo más solícito con la señora y su joven hija; esta última lo observaba en silencio, con una mezcla de temor y profunda aversión.

Carolina luchaba con los hi-los de seda de su bordado, parecía que esa mañana las agujas, las telas y hasta sus manos estaban decididas a complicarle el trabajo. Por más empeño que ponía, la tela se le escapaba entre los dedos, la aguja se escabullía indómita hacia el piso, los hilos se enredaban creando nudos infinitos, todo era caos, y esa señora y su hija, ahí, escudriñando cada movimiento, mirando desde su altura con arrogancia. Ninguna osaba levantar la vista de su labor, cada una totalmente absorta en su trabajo, y Carolina enmarañada, embarullada y confundida; con los pensamientos todavía dedicados al artículo que estaba intentando escribir, en el tiempo que el trabajo le dejaba, para el periódico La Vanguardia. Allí pensaba plasmar las situaciones que veía y vivía a diario en el taller, los abusos a los que muchas eran sometidas, las jornadas demasiado extensas y sin tregua a las que se debían entregar si querían seguir manteniendo su fuente de ingresos. Anhelaba ser la portavoz de sus compañeras, deseaba convertirse en escritora, estudiar pero había una necesidad en ella que nacía de sus profundas convicciones, de denunciar las injusticias a las que las mujeres y las niñas estaban doblegadas.

En un espacio de tiempo que no podría cronometrarse, pues fue tan efímero como el paso de una estrella fugaz, las miradas de Carolina y Gómez se cruzaron en el universo del taller. El supervisor leyó en los ojos de la joven mujer lo que agitaba su corazón y le impedía concentrarse. Se acercó a su lugar de trabajo con movimientos lentos pero firmes, disfrutando de antemano lo que estaba por suceder.

—Operaria, hoy está más torpe que nunca. Sus dedos parecen de piedra. —Y adosó a la última palabra que pronunció, una risotada socarrona.

Carolina domó su rabia lo mejor que pudo. No era la primera vez que el supervisor, abusando de su poder, la hacía pasar un mal momento e intentaba ridiculizarla. En otras oportunidades le contestaba imprimiendo a sus palabras un tono seguro y altivo, muy diferente al que usaban sus compañeras, lo que provocaba en él una cólera difícil de contener. Pero esa mañana decidió que no era oportuno manifestar ningún tipo de reacción, solo continuó con su trabajo, intentando obtener toda la concentración posible.

Sin embargo, del otro lado se encontró con la impertérrita voluntad de Gómez, que en aquella ocasión insistía en ponerla en ridículo.

—¡Bah! ¡Estos italianos no saben hacer nada bien, no sirven más que para ser burros de carga! — Miró a la mujer y a su hija, buscando aprobación.

La de más edad intentó decir algo pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Se congelaron del terror.

El filo lacerante de unas tijeras brilló de manera intensa cuando una porción de luz, proveniente del exterior, alcanzó sus bordes. La mano pequeña, aún infantil, que la sostenía con bravura no dudo un instante en su cometido. Las puntas se clavaron en un ojo desorbitado por el espanto. Todo se tiñó de rojo. El griterío y la histeria invadieron el ambiente. Las máquinas detuvieron su melodía monocorde. El horror sobrevoló el lugar como un ave carroñera y posó sus garras en la pequeña dama que, acurrucada en los brazos de su madre, no podía dejar de mirarse las manos ensangrentadas.

Por Vanesa Tejada Costa
(Escritora)

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