Llegaron en imponentes vehículos. Levantando el polvo que se acumulaba en los caminos debido a las esquivas lluvias. No era la primera vez que arribaban al lugar. La tenacidad de Edelmira los hacía revolotear como moscardones molestos, volviendo una y otra vez para arremeter nuevamente contra la anciana mujer. Esta, sin embargo, no se dejaba amedrentar, y aunque la situación por la que atravesaba se complicaba cada vez más, la esperanza caminaba siempre a su lado. Gracias a la intervención de organizaciones sociales, logró que el desalojo fuese postergado y reprogramado varias veces.
El sol calentaba la siesta cordobesa. El calor aletargaba al monte. El rancho de Edelmira estaba a varios kilómetros del pueblo, un caserío con una escuela, una iglesia y un bar de ramos generales. Casi no tenía vecinos, los últimos habían migrado hacía rato, buscando aquello que esas tierras ya no les ofrecían. Ella se negaba a irse y dejar el lugar que les había pertenecido a sus antepasados, el lugar que no sólo estaba regado por las lluvias estivales sino también por el sudor de los suyos, esos que vivieron y murieron en ese terruño, que son parte de su linaje y por los que ella aún arrastra sus huesos con un orgullo digno de una princesa sanavirona.

Un puñado de cabras, dos vacas, algunas aves de corral y varios árboles frutales son el sustento de Edelmira. Leche de cabra, quesos de vaca y mermeladas de frutas de estación se suman, cada fin de semana, a las diversas manufacturas que los campesinos de la zona ofrecen en las ferias de las localidades más cercanas. Si bien no son muchos, están unidos en una lucha que los hermana.
A Edelmira todos la quieren. Es la abuela sabia que aconseja solo cuando alguien se lo pide. Dueña de saberes ancestrales. Es la mujer de los silencios profundos y la mirada transparente. La de una fortaleza que parece provenir de la misma tierra, esa en la cual echó raíces que nutrieron su vida de mujer campesina.

La mañana de aquel día se despertó antes del amanecer, como siempre, y comenzó con la rutina del mate: seleccionar los yuyos para luego mezclarlos con la yerba, poner la pava sobre el fuego, esperar a que el agua este en su punto justo y disfrutar de ese momento del día que tanto le gustaba. No permitiría que esos que venían en nombre de los empresarios agroindustriales que pretendían quedarse con sus tierras, le robasen también la tranquilidad y la paz de la que era dueña.
Las chicharras, y su canto ensordecedor, le ponen música a los veranos en el monte. Y aquella siesta de verano no iba a ser la excepción. Los vehículos rugían sus motores como bestias salvajes antecediendo el ataque certero. A pesar de esa demostración de fiereza, Edelmira se dirigió con paso lento hacia la tranquera que dividía a el monte de su paraíso terrenal. Uno de los funcionarios del gobierno que era de la partida, un hombrecito escuálido, que parecía incomodo en el rol que le tocaba asumir, se acercó a ella con fingido autoritarismo, en las manos llevaba carpetas y papeles que le impedían secarse el sudor que le empezaba a bajar por las sienes en forma de espesos goterones. -Buenas tardes, Edelmira. Parece que hoy sus amigos no la acompañan, ¿será que finalmente comprendieron que no tiene más opción que aceptar el desalojo? -El tono de aquellas palabras guardaba un dejo de sarcasmo. -No, joven, no es lo que usted dice. ¿Para qué estarían hoy conmigo?, si de acá no me van a sacar. Yo soy tan de acá como el mismo mistol, como la algarroba. Soy todos los pájaros que trinan libres entre los árboles, soy historias ancestrales de brujería y Salamanca, soy los colores y los aromas. Soy el viento sur que sopla para traer la ansiada lluvia. Imposible irme porque, aunque me fuera, seguiría estando.

La contundencia de aquellas palabras dejó atónito al hombrecito transpirado, que buscaba impacientemente con la mirada el apoyo de quienes lo acompañaban. No encontró respuesta en aquellos rostros transformados por el calor. Pensó que sería fácil sacar a la anciana de sus tierras, en esta oportunidad estaba sola, no había nadie armado amenazándolo con una escopeta, ni mujeres que le escupían la cara cuando intentaba hablar con Edelmira. Pero, sin embargo, dominado por un raro influjo, decidió abandonar el lugar. Le explicó a Edelmira que solicitaría al facultado un nuevo mandamiento de desalojo, habló un segundo con el resto de la comitiva y haciendo tanto ruido como cuando llegaron, se marcharon entre nubes de tierra.
Edelmira comenzó a desandar el camino al rancho con su paso corto y ajado de tiempo. A mitad del trayecto levantó los ojos al cielo y elevó una plegaria silenciosa. El monte se sumó a su clamor.

Por Vanesa Tejada Costa
(Escritora)