«¿Qué me ocurrió?», murmuró mientras tanteaba el suelo con la palma de la mano. Apenas intentó mover las piernas, un dolor agudo y punzante desgarró el silencio, arrancándole un quejido ahogado de los labios. Abelardo yacía boca arriba, inmóvil, intentando reunir las piezas dispersas de un rompecabezas. Estaba en el comedor de su casa… o eso creía. Una imagen comenzó a tomar forma en su mente como si saliera lentamente de las tinieblas, dejando al descubierto detalles cada vez más precisos. Hasta que la imagen se presentó ante él: «La escalera», dijo.

Recordó que en la tarde había ido a una subasta y compró unos cuadros ―a un buen precio―. Llegó a su casa y se dispuso a colgarlos en la pared; cuando terminó con el último, sintió el cansancio del día y se fue a su dormitorio. Al apoyar la cabeza sobre la almohada, dudó si había cerrado con llave la puerta de entrada a la casa; permaneció inmóvil, incapaz de traer a la memoria ese simple acto cotidiano. Sabía que la noche marcaba el límite entre un barrio seguro y un barrio peligroso. Abandonó el dormitorio y bajó apurado por la escalera. «En el quinto escalón… ¿Fue en el quinto o en el sexto que mi pie resbaló?»

El dolor era insoportable. No podía moverse, como si una llama ardiente lo atravesara volviendo su respiración pesada y entrecortada. El reloj lanzó sus campanadas graves, monótonas: tres de la madrugada.

―A las siete de la mañana, Ofelia llegará para hacer la limpieza, abrirá la puerta y me encontrará ―se dijo aferrándose a una frágil esperanza como una luz que se niega a desvanecer.

Recorrió la habitación con la mirada, volvió a contemplar los cuadros en la pared, pero esta vez le parecieron diferentes. Le llamó la atención que los tres compartieran un aire lúgubre, de un arte sombrío, cargado de secretos. Un reloj de arena con el receptáculo inferior roto y seis granitos dorados estaban dispersos como pétalos arrastrados por el viento. Una mulata de semblante demacrado y moribundo tendida sobre la arena sostenía, entre sus manos huesudas, una cadena de ocho eslabones. Una catedral negra con dos torres, dibujada con carbonilla que se esfumaba como el humo de una vela, encendida para los santos o para los muertos.

Una bruma espesa lo atrapó, difuminando la frontera entre lo real y lo imaginario. El aroma a vela trepó hasta la nariz de Abelardo. A medida que el aire se llenaba de olor a cera quemada, empezó a inquietarse. De repente, un impulso lo llevó a ponerse de pie. Sin pensarlo, corrió por el pasillo de la catedral y se detuvo frente a un cirio que iluminaba el altar mayor. A la derecha, la fila de velas encendidas le indicaba un camino. Avanzó con la respiración agitada subiendo los peldaños de la escalera. Al llegar a lo alto, empujó la puerta con sigilo y se encontró en una amplia habitación. No se dio cuenta dónde estaba, luego comprendió que se trataba de la gran torre. La reconoció por las pinturas que cubrían las paredes y el techo, como en la Capilla Sixtina, revestida por El Juicio Final de Miguel Ángel. Observó abrumado a los ángeles que revolotean entre las nubes blancas, le pareció que rondaban a su alrededor con su frenético batir de alas. En el centro de la habitación, bajo la luz te-nue, encontró la escultura de una Virgen negra envuelta en un man-to blanco. La imagen parecía mirarlo con una quietud sobrenatural. Debajo de ese manto, asomaba su mano derecha, en la cual reposaba un sobre sepia. En la superficie del papel, leyó su nombre: Abelardo. Lo abrió y extrajo una hoja que parecía contener más que palabras: El tiempo pasa. En el reloj, la arena cae. Marca fronteras entre la vida y la muerte. ¿Querés detenerlo?

La clave se esconde en: tres números.

Encontralo …antes de que sea tarde. Dobló la hoja con cuidado, pero sus manos temblaban. El tiempo se le agotaba, cada segundo que pasaba, le recordaba que debía apresurarse para encon- trar el maldito reloj de arena. Debía detenerlo antes de que el último grano de arena cayera… y con él, quizás su vida. Miró a su alrededor buscando una señal o un símbolo que pudiera darle una pista de cómo resolver el enigma. Observó que debajo de la peana que sostenía a la Virgen, había una discreta puerta circular, esculpida en arcilla cocida y con aire de misterio. Sobre su superficie, los números romanos del uno al doce estaban tallados con elegancia como dígitos de un reloj antiguo. En el centro de la esfera, una aguja fina con punta brillante parecía ansiar el momento en que Abelardo descifrara la clave. Atrapado por la incertidumbre, sus ojos saltaban de un número al otro.

Respiró con cierta dificultad y sintió que la cabeza le pesaba una tonelada. El olor a sangre se volvió más intenso, creyó oír: plaf, plaf, plaf, una detrás de la otra. Las gotas gordas y pesadas se rompían al tocar el suelo formando una mancha roja alrededor de su cabeza mien- tras la migraña le cerraba los ojos. La luz se desvaneció entre los tirantes que cruzaban el techo del comedor de lado a lado.

Sabía que no contaba con días ni horas, debía actuar de inmediato. Su vida dependía de un delgado hilo, no podía permitirse fallar. Sus dedos sujetaron la aguja de metal. Inspiró profundamente, sintiendo el aire cargado de partículas de duda y señaló el número:

VI: seis granitos dorados del reloj de arena.

VIII: ocho eslabones de la cadena que sostenía la mulata.

II: dos torres de la catedral.

La puertita se abrió con un chasquido y él retrocedió un paso. Con una mezcla de asombro y desconcierto observó el reloj de arena. Era perfecto, de una delicadeza etérea pero los dos receptáculos de vidrio estaban vacíos, desprovistos de tiempo.

El frío del suelo ascendió envolviéndolo en una capa helada mientras diminutos granitos de arena se escurrían entre sus dedos con una ligereza estremecedora.

Cuando el último grano de arena cayó, su nombre resonó en el comedor como un eco lejano que venía a buscarlo

—¡Abelardo!

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)

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