Me fascina observar el universo simbólico de las infancias en relación a los objetos. Mi hija de seis años duerme con una cantidad de muñecos de todos los tamaños y formas para no tener miedo en la noche. Los acomoda, los tapa, hasta crea escondites entre ellos para refugiar a los más pequeños. Y de esa manera se siente acompañada, protegida y logra conciliar el sueño. Mi hijo de tres años pasa días enteros llevando de un lado al otro autitos. Todo se vuelve un juego, cada superficie que encuentra es una pista de carrera. Los autos cobran vida, se bañan, comen, duermen.
Donald Winnicott, pediatra, psiquiatra y psicoanalista, eleva el juego al ejercicio de construir y de formar la personalidad a través de la relación que se establece con los objetos y con quienes participan en el juego.
Esa es la importancia que tiene el juego y los objetos en mi hacer. En cada uno de los espacios que habito junto a las infancias, ya sean aulas escolares o mi propio espacio de arte, los objetos son mediadores. Median mi vínculo con ellos. Y me acompañan a construir el paso de la realidad externa a la realidad del juego. En mis talleres, cada niño se encuentra con un espacio que está intervenido con objetos que pertenecen al mundo exterior, al mundo real, pero que en ese momento cobran otro sentido: simbólico, poético, imaginario.
Esa realidad del juego, del arte, de la cultura es la frontera indómita, denominada así por la escritora Graciela Montes 1; un territorio en constante conquista, en plena elaboración que no pertenece al adentro (mundo interno) ni al afuera (mundo real). El concepto tiene su origen en el pensamiento de Winnicott, en lo que él define como “espacio potencial”. El primer habitante de ese espacio es el objeto transicional, luego cobra protagonismo el juego, que en primera instancia es individual, luego es con otros; en la vida adulta el juego es sustituido o corrido por el conjunto de experiencias culturales. Vale aclarar que Winnicott no sólo considera los procesos artísticos como parte de la cultura sino que los establece en un concepto más amplio: la tradición que heredamos y que nos rodea.
Me moviliza pensar el impacto en la vida adulta de los niños y las niñas que hoy no cuentan con los contextos favorables para crear ese “entre”, ese espacio potencial, imaginario. Me preocupan quienes pierden su infancia por contextos vulnerables, los que la pierden por el avance avasallante de la tecnología y, en todos los casos, me preocupa nuestro corrimiento como adultos. Porque todo se inicia en el momento en que “el niño espera a la madre, y en la espera, en la demora, crea” (Graciela Montes). Tiene que existir esa frontera, y la construcción de la misma depende del sentimiento de confianza que logra construir el niño o la niña, en primer lugar, con la madre y gradualmente con el entorno.
“Si ese territorio de frontera se angosta, si no podemos habitarlo, no nos queda más que la pura subjetividad y, por ende, la locura, o la mera acomodación al afuera, que es una forma de muerte”, afirma Graciela Montes.
En este recorrido de escritura, hace tiempo que vengo abordando distintas aristas de ese “entre”, es una temática que me inquieta y se convirtió en uno de los objetivos principales de mi hacer: enriquecer ese espacio potencial, esa frontera indómita, ese territorio sensible, poético, imaginario que nos permite transformar la realidad.
1 Montes, Graciela (1999). La frontera indómita: en torno a la construcción y defensa del espacio poético.
Por María Luz Iocco
(Profesora de Expresión Corporal)