Este cuento obtuvo el tercer lugar de la convocatoria de “Nos contamos” organizada por el grupo Fusión.

 Victorino, hombre de campo adentro, iba al pueblo a caballo o en sulky con las Patas Blancas, yegua buena esa, por alguna provisión que la esposa le encargaba. Su nieta estaba casi siempre con ellos, porque le gustaba mucho disfrutar del campo y las actividades que hacía con sus abuelos. El abuelo cuando iba en sulky la llevaba con él. El hombre tenía muchas andanzas y había vivido cosas fuleras en el campo, entonces, siempre iba preparado con su facón y su poncho al hombro.

A la entrada del pueblo de Cañada del Ucle, había tirada cerca del alambrado, en un potrero, una bebida vieja; pero siempre estaba reluciente y nadie sabía por qué. Nunca la limpiaban, no crecían yuyos alrededor era raro. Y el Victorino sabía que en ese lugar pasaban cosas de mandinga. Tenía recelo en pasar por ahí, más cuando iba con su nieta.

Una noche se había alargado la partida de tute cabrero, que jugaban por plata o por la ronda de caña; mientras la chiquilla esperaba sentada en el umbral del boliche jugando a las bolitas con los chicos que se acercaban. Ella no molestaba a su abuelo, solo tomaba una coca chiquitita en botella de vidrio y chupaba un chupetín rojo. Pero claro cuando el hombre se dio cuenta ya habían pasado las diez de la noche.

Ahí nomás terminaron la partida y salió para el campo, el cielo estaba completamente estrellado, la luna alumbraba el camino y cada cosa que se veía al pasar. Mientras avanzaba Victorino tenía mala espina, sentía que algo maligno se avecinaba.

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Al doblar la curvita para salir del pueblo la yegua empezó a quedarse, no quería avanzar, el hombre la animaba con las riendas y la nena iba sentada muy pegadita a su abuelo. La cosa se ponía cada vez más fiera; la Patas Blancas se abalanzaba, era tarde para pegar la vuelta; y ahí el viejo vio a la mismísima luz mala. Los rumores eran ciertos, el mismo diablo la llevaba y corría por el alambrado, subiendo y bajando, se posaba arriba de la bebida y se hacía más grande, el tamaño asustaba. Aunque no era muy católico, Victorino se encomendó a Tata Dios pidiéndole que a su nieta no le pasara nada.

Al cabo de dos o tres kilómetros pararon y Victorino revisó a la nena. Le preguntó varias veces si veía y escuchaba; ella estaba entera, no le faltaba ninguna parte del cuerpo, respiraba bien y parecía que entendía. El hombre se tranquilizó un poco. Llegaron a la casa y le contó lo sucedido a su mujer.

 Mientras arengaba a la yegua con una mano, con la otra, en un abrir y cerrar de ojos se sacó el poncho del hombro y envolvió a la nena, apretándola bien contra su regazo, como para que nadie la tocara, ni la viera. Animaba desesperado a la yegua para pasar lo más rápido posible, el miedo lo invadía cada minuto un poquito más. Su cabeza ya no podía pensar en las consecuencias que esto le iba a traer. Por suerte, la yegua dio un brinco y salió al galope, ese sulky parecía tumbarse; pero salieron del aprieto. 

Se quedaron taciturnos pensando en todo lo que podía haber pasado, porque al que se le aparecía la luz mala, quedaba maldito para siempre, o se moría, o quedaba ciego, sordo y mudo. El mal trago había quedado atrás, Victorino y su nieta estaban bien. Pero en su memoria quedó grabada la noche en que el diablo quiso robarle el alma y no pudo; porque una inocente iba a su lado y la protegieron los ángeles y los santos, junto al diosito. Hoy el viejo te aconseja que no vayas a jugar por plata, y que vuelvas temprano a tu casa, porque no vale la pena perder la vida por una partida de naipes.

Fanny Olivera

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