En el teatro había poco público, pensé que habían sido demasiados años con la misma obra y que los espectadores estarían cansados de verla. Finalizada la función, el titiritero tenía la mirada triste, abrió una vieja valija y me guardó ahí. Percibí la humedad y el cruel olvido.

Los días eran negros, pasaban despacio, siempre iguales, inmerso en mi soledad sólo me quedaba recordar el escenario. Mis hilos se movían manejados por las hábiles manos del titiritero y con cada movimiento todo mi cuerpo cobraba vida. El pequeño violín de juguete pegado a mi hombro de vellón, vibraba en la actuación musical, parecía tan real que emocionaba a la audiencia. Siempre coseché infinitos aplausos.

Cuando vi que la valija comenzó a abrirse nuevamente, me acomodé la camisa descolorida, estaba listo para la nueva función y que los gastados hilos se zarandearan otra vez. El titiritero me arrancó el violín y se lo colocó a un muñeco que, parecía nuevo porque deslumbraba con su traje negro. El espectáculo comenzó. En soledad y a oscuras, espero, siempre espero que en cualquier momento regrese para sostener entre sus dedos mis deshilachados hilos.

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)

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