Este cuento obtuvo el primer lugar de la convocatoria de “Nos contamos” organizada por el grupo Fusión.

La garganta áspera y la humedad pesada le abrieron los ojos. Instintivamente tanteo con la mano el piso buscando su damajuana, se irguió como pudo y la llevó a su boca…vacía. Era la última que quedaba.

Con un frustrado suspiro se dejó caer en la cama otra vez. La cabeza le pesaba, los tímpanos latían como bombos, el calor era insano.

Se quedó un rato contemplando el techo a oscuras, parecía estar acostado en un abismo. Insopo4rtable.

Tomó fuerzas y se levantó, la cama húmeda se había pegado desagradablemente a su espalda desnuda. Guiándose con su mano atravesó el pasillo, sin mirar las habitaciones vacías de una casa que parecía cada vez más espaciosa. 

Se adentro en la negra noche, ni la más mínima brisa corría, le costaba respirar  pero no precisamente por el calor. Un punzante olor a quemado forzaba su camino a través de su nariz. Apuró el paso y llegó al aljibe, directo del balde dio un sorbo  profundo de alivio líquido…que poco duró, el olor sulfúrico era ya enfermizo.

Casino Axel

El retumbar de los tímpanos ahora parecía no ser solo una sensación, realmente oía percusión en el aire. 

“¿Indios?” pensó, descartando inmediatamente la idea, ya que pocos quedaban por estas zonas, muy débiles y tristes como para organizar un malón.

Con el sueño ya descartado, se puso la ropa más liviana de la que disponía y se aventuró en la noche sin luna.

Confiando solo en su nariz y oídos, eligió una dirección. La llanura y el cielo se mezclaban en lo que parecía una mancha de tinta negra que se tragaba hasta las estrellas.

Después de un rato de caminata nocturna, el olor no era más fuerte ni el sonido más retumbante, parecía no haberse acercado ni alejado en absoluto.

Dispuesto a darse la vuelta y volver al rancho un sonido le paró la oreja. Pezuñas.

De la penumbra emergió un ponzoñoso chivo, robusto y negro (aunque pudo haber sido de cualquier color, todo era negro aquella noche). Se miraron unos segundos. Pensó que el pobre animal estaba en una situación similar a la de él, solo, acalorado y sin poder dormir en la sofocante noche. 

Este fugaz pensamiento de simetría le hizo exhalar una pequeña risa. 

El barbón torció levemente su testa ante esta actitud. Y casi como si escuchara un llamado, dio media vuelta sobre sus ancas y se echó a andar.

¿Por qué lo siguió? Una pregunta que nunca apareció en su mente, tampoco habría tenido respuesta de haberla hecho.

El  olor chamuscado se intensificaba, se ató el pañuelo cubriendo media cara, aunque ya ni eso era suficiente.

Ahora se distinguía un particular ritmo en el tamboreo.

“Tres cuartos” pensó. (¿o eran seis octavos?)

Y de repente, en la lóbrega llanura, lo vio, fuego.

No un incendio, un fuego controlado, hecho por el hombre, un fogón.

Hipnotizado por esa lengua naranja en medio de la noche, no notó la desaparición del chivo.

Continuó caminando llamado por la luz estigia. Detrás de ella le pareció ver a un hombre, un gaucho.

Sin darse cuenta, ya se encontraba frente a él, no hacía más calor cerca de las llamas, el olor del fuego era ahora agradable y los tambores sonaban bellamente  acompañados por la virtuosa vihuela del gaucho.

Sentado en un tronco muerto, el gaucho, apuesto, moreno, con un tupido bigote y vestido completamente de negro y plata; apoyo cuidadosamente el instrumento a su lado.

El estiloso hombre lo miró a los ojos y le ofreció una sonrisa. Era la sonrisa más dulce que la boca del humano pueda formar.

Con una mano lo invitó a sentarse en otro tronco, frente al suyo.

— ¿Vino? —  le ofreció con una voz que desbordaba encanto y saber.

— Si, por favor… — dijo con la desesperación de un hombre famélico.

El amable llanero se inclinó hacia atrás y con una mano, procuró una damajuana aparentemente escondida detrás del tronco.

Se la acercó, atravesando los fantasmas brillantes que los separaban, sin producirle daño ni a él ni a su ropa.

El aventurero noctámbulo, sin pensarlo, se la llevó a la boca. Era el vino más delicioso que su lengua había tocado, no podía despegar los labios del botellón.

— ¡Despacio che, se va a ahogar! — advirtió irónicamente el gaucho

El caminante, en efecto, se ahogó. lo que provocó una risotada por parte del extraño vestido de negro.

— Y dígame, joven, ¿qué le trae por aquí en esta noche sin luna? ¿En qué le puedo ayudar? — inquirió con un tono algo lúgubre y serio, el fuego parecía danzar junto a la cadencia de su voz.

El recién llegado iba a responder, pero las palabras no salieron de su boca. Se percató de que no estaban solos.

Detrás del hombre de negro, alcanzó a ver cuerpos… Bailando en parejas, trenzados en pasos espiralados siguiendo un ritmo en tres cuartos (¿ o eran seis octavos?). Todos desnudos, de todas las edades, tamaños y colores. Riendo con locura o quizás ¿llorando?. 

Quedó perplejo.

El anfitrión se percató y esbozó una sonrisa.

— Chacarera. —dijo con tono solemne —. Les gusta la chacarera.

El atezado hombre se sentó en el mismo tronco que él, ambos mirando a los bailarines.

— Entonces, ¿qué se le ofrece? — esta vez el tono era aún más serio, casi demandante.

— Yo no sé quién es usted. — le temblaba la voz, la situación empezaba a superarlo.

— ¡Pero cómo no va a saber, hombre! ¡Todos saben quien soy! — le dijo poniéndole una mano en el hombro, pesada y extrañamente caliente—. Y más usted, ¿acaso ya se olvidó de mí?

El plutónico gaucho le miró a los ojos con la intensidad de un cazador.

Una lágrima recorría la mejilla del interrogado, su boca semiabierta. Los recuerdos lo inundaban, la culpa pesaba como un yunque sobre sus hombros.

—¿ Ahora si se acuerda? -dijo el Supay.

— Yo no quería… yo

— No, no, no, —lo interrumpió moviendo la cabeza de un lado a otro—. Las lágrimas no eran parte del arreglo. A ver, soy un hombre ocupado, tengo cosas que hacer, lugares que visitar. Va a tener mucho tiempo para castigarse con culpa y arrepentimientos.

Pero ahora necesito que vayamos cerrando el asunto. ¿Comprende? — el Supay saboreaba cada palabra, no había ningún tipo de apuro en su discurso.

El gaucho infernal le extendió una ardiente y escamosa mano. El condenado la estrechó.

Mecánicamente se despojó de su ropa, sus ojos empapados en lágrimas y se unió al conjunto de danzantes.

Con las primeras luces, los peones llegaron al lugar donde estaba la estancia, ahora ocupado por una colosal mancha de ceniza humeante.

Siro Medina

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