
Había terminado el año escolar con éxito, no así Estrella, mi mejor amiga del barrio. No le gustaba mucho estudiar pero el accidente sufrido por su hermana mayor, seguramente, jugó un papel decisivo.
Me impresionó enterarme de que a Dorita le habían abierto la cabeza.

Esa noche tuve una pesadilla. Cabalgaba sobre un alazán que al ver una serpiente maloliente se levantó con sus patas traseras. Descendía sin remedio hacia un costado, mi pie izquierdo se enganchaba en el estribo, y —como a ella— el caballo me arrastraba varios metros. Alguien contuvo al animal de mis sueños: la caricia materna en la frente y un alentador comentario de mi papá.
—La operó el doctor Materra, uno de los mejores neurocirujanos de la Argentina. Quedate tranquila.—Hizo una pausa y afirmó—: Se va a recuperar.
La convalecencia prometía ser larga. Cierta tristeza se depositó en las aspas de los ventiladores de techo, en el vuelo nocturno de los mosquitos, en los cubitos de hielo saborizados, en los cucuruchos de helado, hasta en el cremoso Sapolán Ferrini con que nos protegíamos del sol. Entonces, para alivianarla se me ocurrió organizar una función circense. Dividía mi tiempo entre las clases de natación, las tardes en la quinta familiar a las afueras del pueblo, la lectura acerca de las hazañas de equilibristas famosos y los ensayos.

Con Estrellita, nos vimos obligadas a suspender la venta de entradas porque ya no teníamos a quién pedirle sillas en préstamo. Se había generado un gran interés, dado que el debut coincidiría con el regreso de la accidentada.
Cuando llegó el día, la ayudamos a sentarse en una especie de trono preparado en el inmenso patio de su casa. Aún llevaba un vendaje blanco encima del pelo rapado.

Mi número consistía en imitar el desplazamiento de una acróbata sobre la cuerda floja. En realidad, extendimos una soga a ras del suelo. Me balanceaba como si en vez de tierra firme hubiera un peligroso vacío. Acompañada por un redoble de tambor, en mitad del trayecto hice un giro, el pie se me dobló y tambaleé…Aferrada a la vara de madera, que sostenía entre las manos, logré enderezarme de a poco.
Dorita inició un tímido aplauso y el heterogéneo público la siguió; recuerdo ese momento en forma particular. Me quedo pensando si celebraban más el hecho de tenerla nuevamente con nosotros o mi desempeño como equilibrista.


Por Silvia Nou
(Escritora)