Cuando el sol comenzaba a acariciar espinillos y algarrobos, Lucía ya tenía sobre la cocina a leña el agua caliente para el mate. El aroma a pan casero recién salido del horno impregnaba delicadamente el ambiente.

Su mirada serena y su andar ágil y liviano como la flor del diente de león son una sola con el ambiente que la rodea. Aprendió a mimetizarse con ese monte rebosante de vida, que al principio la atemorizó, pero no quebrantó su voluntad de hacerle caso a ese impulso del corazón: vivir su vida instalada en el campo, en comunión con la naturaleza.

Con el tiempo descubrió que las cáscaras de chañar se pueden infusionar y convertirse en un magnifico té para calmar los dolores de espalda, que las hojas del cina-cina contrarrestan los efectos de la tos y la fiebre y el tala ayuda con los problemas de indigestión. Donde otros veían yuyos, ella veía medicina. También aprendió a tostar el café a partir de las chauchas de los algarrobales, y las raíces y frutos del lugar le servían para dar color a la lana de oveja que utilizaba para realizar tejidos.

Encontró en el monte el sustento para su existencia.

Hacía tres días que ese monte ardía. Las llamas danzaban al compás del viento indómito. Era el baile de la muerte.

En su altar particular, donde las devociones convivían con velas aromáticas, imágenes de aquellos que se le adelantaron en la partida, frasquitos con chinitas frescas del jardín, elevó su plegaria diaria por esa lluvia esquiva.

Esa mañana de mediados de septiembre el sol estaba raro, como cubierto por un viejo velo de novia. En el aire bailoteaban diminutas partículas oscuras, que al chocar contra algo o tocar el suelo, inmediatamente se desvanecían. Los aromas hogareños se empezaron a mezclar con otros más den- sos, desagradables.

Esos presagios la inquietaron. Pero como era una mujer decidida, abandonó su ritual matutino y se encaminó con pasos presurosos hacia los corrales. Los animales eran su mayor preocupación. El corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio la altura de las llamas y lo cerca que estaban. Ya no tenía tiempo para llevarlos a corrales vecinos, tendría que cortar alambres y soltarlos en el campo. La impotencia y el dolor le aguaron los ojos.

El celular vibró en el bolsillo trasero de su pantalón. Los mensajes y llamadas atestaban el aparato. Eran sus familiares, sus amigos, sus vecinos: el esposo de Luciana, el papá de Matías, el chico que vende miel en la feria del pueblo. En un lapso impensado de tiempo estaban ahí, fuera de la pantalla. Con mochilas caseras, con palas recicladas, con chicotes improvisados, cargados de bidones con agua. Emocionaba verlos tan íntegros a pesar del cansancio, tan luminosos detrás del tizne.

Al ir acercándose al lugar donde estaban los animales, el crepitar del fuego le generó una profunda angustia y desasosiego. Un pensamiento le cruzó fugazmente por la cabeza: en otras circunstancias se hubiese sentido cobijada por esa especie de melodía natural.

En un rincón del corral las lenguas de fuego habían alcanzado el tronco de un viejo molle. Las cabras con sus crías, huyendo del incendio, estaban apiñadas en el sector más alejado.

Se desanudó el pañuelo que llevaba en el cuello y lo humedeció con el agua de los bebederos para usarlo como tapabocas. El humo dificultaba respirar con normalidad. De a ratos la visión se le nublaba, casi andaba a tientas. Los ojos le ardían con furia. Sin embargo, las manos sujetaban estoicamente las pinzas aunque eso significara un esfuerzo desmedido para Lucía, que sentía que flotaba en el aire gris de aquella mañana de septiembre. El viento le susurraba al oído antiguas melodías mezcladas con el ulular de sirenas y el entrevero de voces. Un sonido se impuso por sobre los demás, corto y contundente. El último alambre había sido cortado y las varillas bajaron su guardia desparramándose por el suelo. El mismo suelo del que Lucía parecía despegarse con cada nueva bocanada de aire que inhalaba.

El corral se había transformado en el carrusel de la plaza de su infancia. Montada en el corcel más bonito vio desaparecer a sus animales entre el humo y el monte ardiente. Deseó acompañarlos, pero fue un deseo estéril. Ese recorrido debían hacerlo solos. Ella se sentía invadida por el perfume de los aromos, que con sus pequeñas motitas color oro, salían a su encuentro como en una tarde después de un aguacero. La peperina y la menta se sumaron a la mixtura de aromas que transmutaron el humo en delicadas esencias perfumando el monte con sus misterios ancestrales, aliviando una vez más las dolencias propias y ajenas.

Arder en “Espiar la tarde”. Pirca Ediciones, 2021

Por Vanesa Tejada Costa
(Escritora)

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One Comment

  1. NikeWak

    1 noviembre, 2024 at 6:43 pm

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