Escribo e intento recuperar instantes, atrapar el momento exacto en que una chispa da inicio a todo lo demás…
De repente, estoy sentada en el living de mi casa. Es julio de 2014 y Argentina se convierte en finalista tras derrotar por penales a Países Bajos en un partido durísimo. ¡Y cómo no! Sufriendo, nosotros. Siempre sufriendo. Miro a mi compañero sentado en el sillón, con la nariz enrojecida y los ojos desbordados por la emoción y nos miramos y “¿vamos?” decimos. Unas horas después, con mis viejos en el asiento trasero, emprendemos una travesía de cuarenta y tantas horas hasta Río de Janeiro para mirar la final de Argentina vs. Alemania en la playa porque (por supuesto) no tenemos entradas para ver el partido en el Maracaná y mucho menos plata para comprarlas. Es la primera vez que piso la playa de Copacabana, pero apenas soy consciente de la arena caliente que se me mete en las zapatillas. Todo lo que me importa es lo que pasa en la pantalla gigante. Pucha, si hasta me parece ver la cara de emoción de mi viejo cuando gritamos ese gol que no fue… En fin, siete horas nos quedamos en Río. Salimos corriendo de la playa en cuanto terminó el partido y comenzaron a volar sillas sobre nuestras cabezas.
¡Qué locura linda! Que todavía me acuerdo y lloro. Por la emoción y por eso que pasó; para qué aclarar más, ¿no? No aclare que oscurece, dicen, y esa sí que fue oscura. Oscura, de verdad.
Después, que “no te vayas, Lio” y el llanto de los chicos que son mucho más sabios que nosotros y lo pasan todo por el prisma del corazón. Pero es que algunos zonzos no creen, ¿vio? Que como tuvimos un Pelusa, ¿cómo vamos a tener Pulga también? ¡Pero es que sí! Doblete, nos tocó. ¿No es una maravilla?
Entonces, llega el momento de creer. ¡El momento de acompañar con toda la fe! Porque sufriendo, nosotros. Siempre sufriendo. Pero también amando. Amando fuerte, como solamente nosotros sabemos hacer.
Es julio de 2021 y ahora sí. La cabeza en la meta, el corazón puesto en el sueño, el talento del más grande del mundo y ¿en el Maracaná? Nada más ni nada menos. ¡En el Maracaná! Una hazaña que hoy es himno y ese llanto tuyo, Capitán, que también fue el nuestro.
Y, pensándolo bien, ¿será acá? Acá donde la chispa cae en su sitio y termina por convertirse en fuego sagrado. Chispa que enciende el fuego y fuego que se extiende imparable…
Es 2022, en Qatar. Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial. ¡Más lejos imposible! Pero más locales que nunca. “Qué mirá, bobo”, una selección con nombre propio y ese 18 de diciembre… Sufriendo, nosotros. ¡Siempre sufriendo! Los dientes apretados, un pie glorioso que se interpone en el momento justo, penales y ¡somos Campeones del Mundo! Seguro que vos te acordás dónde estabas, con quién te abrazaste y con quién celebraste. Los diarios dicen que un millón de argentinos se juntan en el Obelisco para un grito de bronca, varios versos de amor y ese “por fin se nos dio”. Yo digo que son muchos más.
Es 2024 y nos enteramos que Houston es una de las ciudades elegidas para disputar la Copa América. Houston que nos queda cerca de casa; a cuatro horas de la ciudad en la que actualmente vivimos, para ser exacta. Miro a mi compañero, nos miramos y “¿vamos?” decimos juntos. Es un salto al vacío y a la vez no, porque en Houston se disputa uno de los partidos de cuartos de final y Argentina tiene que calificar primera en su grupo para jugar ahí, pero nosotros somos de los que creemos, de los que acompañamos con toda la fe…
Es 4 de julio, día de la Independencia en EEUU y ¡un calor de locos! Para locos, como nosotros. Loquitos de amor por La Scaloneta. No escucho ni uno de los miles de fuegos artificiales que seguramente llenan de luz y color el cielo de Houston. El único fuego que siento es el que me brota en el pecho cuando los jugadores salen a la cancha, cuando por primera vez y sin una pizca de vergüenza puedo levantarme de mi asiento y gritar bien fuerte “¡gracias, Capitán!”, el que me cae líquido por las mejillas cuando por fin puedo cantar el himno con mis hijas y con tantos más que, igual que nosotros, como si hubieran nacido en nuestro suelo, se visten con los colores celeste y blanco que logran conmoverlos, que nos conmueven a todos. ¿El partido? Chivo, ¡cómo no! Sufriendo, siempre. Y amando, también.
¡Gracias por tanto fuego!
Gracias, Selección. Gracias por la emoción.

Por Mariela Gimenez
(Escritora firmatense radicada en la ciudad Lafayette –en el estado de Louisiana, Estados Unidos- desde hace tres años)