El tren, que une la estación de Gattwick con la de Whitehaven, se desliza por la campiña inglesa ajeno a lo que acontecen en su interior.
En el fondo de uno de los últimos vagones, viaja Scott Amundsen (un joven minero); sentado a su lado, un anciano de barba blanca y desmesurada mira el piso como si buscara algo.
Cuando la veintena de hombres bulliciosos, aficionados a las carreras en el hipódromo, han calmado su espanto ante la muerte súbita de uno de los pasajeros ―un tal Battler―, el singular personaje ha recogido parte del diario que, resbalando de esas manos ya inertes, se ha deslizado debajo de uno de los asientos fabricado con tablas de madera.
Acercándose a su ocasional compañero de travesía, se lo muestra y aproxima como preguntándole si lo quiere.
―No, no —replica el muchacho aún impresionado por la tragedia de la cual ambos han sido testigos—. Gracias —agrega en medio de un ataque de tos. ―¡Tómalo! No es como otros… —insiste, tratando de persuadirlo—. En la página central, hay un aviso comercial de la fábrica donde encontrarás un trabajo mejor. ¡Ve a conversar con alguno de los miembros de «La Sociedad Lunar»! Ellos te ayudarán. No pierdas tiempo.
Las palabras escuchadas son más dulces que pastel de bodas para quien ha participado por nueve días de la huelga general del carbón ―la primera en la historia del Reino Unido—, después de sufrir la reducción de su salario y el alargamiento de la jornada laboral. ―¿Y usted cómo sabe?
La tajante respuesta acompañada por una larga y lúgubre carcajada no se hace esperar: ―Menos pregunta Dios y perdona.
La locomotora a vapor se detiene por unos minutos permitiéndole al desconocido descender y perderse en un andén completamente vacío. Scott tarda en reponerse de la sorpresa.
Todavía desconcertado e inquieto pregunta la hora.
«Las ocho», le responde un atildado caballero que, con parsimonia, ha extraído del bolsillo de su pantalón un reloj cadena. Cierra la tapa pero no vuelve a guardarlo; le da cuerda, se detiene, exhala un largo suspiro, mira a través de la ventana acristalada y retoma la acción. Pareciera estar más allá de lo acontecido realizando una ceremonia secreta. Uno podría llegar a creer que es el dueño del tiempo, tan distante y diferente del resto con su lujosa bufanda de cachemira color bordó anudada al cuello en forma simétrica.
El minero se alegra ante la respuesta. A esa velocidad promedio llegará antes de lo previsto a su destino. De ser así, quizás consiga convencer a Adeline Virginia de que postergue el viaje para conocer a su sobrina recién nacida.
El sol se pierde tras las verdes colinas en otro atardecer de primavera, y él se pierde en el intenso deseo de abrazarla. Esperanzado calcula que para la próxima Navidad, si consigue el trabajo, ya tendrán terminado el grueso techo de paja de la cabaña en la que viven horas felices. La imagina sentada en su sencillo escritorio volcando en el papel cada uno de esos relatos, inventados, de los cuales le habla mientras caminan por los jardines parroquiales después de la misa.
Le dedica un último pensamiento al pobre hombre muerto una hora antes: «Seguro que perdió hasta el último centavo en las carreras de caballos y el corazón le jugó una mala pasada como le sucedió al tío Andrew, un apostador de aquellos…».
Se dice que esa no fue la razón sino que Martin Battler Thompson, el difunto, ganó mucho dinero leyendo un periódico en el cual se había informado, de antemano, acerca de los resultados y luego, en el viaje de regreso, su propia necrológica.
Ajeno a tales murmuraciones, dobla y guarda dentro del desgastado abrigo la página que le diera el anciano de barba blanca; cruza ambos brazos sobre el pecho, tal es el temor a extraviarla y desperdiciar una oportunidad que cree única.
El traqueteo lo adormece sin que haya visto el obituario dedicado a quien fuera en vida su amada mujer: «El 11 de mayo de 1926, el Flying Scotsman (tren que cubre la línea Londres Edimburgo) fue descarrilado por ocho huelguistas —que ya se encuentran detenidos—, cerca de Newcastle. En él se trasladaba, a visitar a sus padres y hermana, nuestra querida vecina Adeline Virginia, quien mensualmente nos entretuviera a través de las historias que escribía en la gacetilla correspondiente a la iglesia de San Nicolás.
Ella, la única víctima fatal, descansa en el cementerio contiguo a la misma al lado de Mildred Gale, abuela de George Washington, primer presidente de los Estados Unidos».
Scott Amundsen no llorará en ese extraño vagón.
No sabe leer.
(En Del amor y otras yerbas. CEN EDICIONES, 2023)
Por Silvia Nou
(Escritora)