Cuando llego a la curva del arroyo la insípida luz de la tarde se desvanece, pálida, blanquecina, extendiéndose sobre el agua; me detengo un momento y miro el paquetito que llevo apretado en la mano, lo guardo en el bolsillo interior de mi abrigo. De inmediato la memoria comienza a tirar del sutil hilo que enlaza recuerdos de una época lejana: una época de amor y dolor. Me abate la tristeza cuando desgajo una a una las imágenes y me dejo llevar a aquella tarde cuando el colectivo se detuvo ante el letrero que le indicaba la parada; allí nos encontramos por primera vez. Facundo estaba como a un metro de distancia, yo lo miré de reojo y sonreí, habría sido difícil no fijarse en él, algunos mechones castaños caían sobre la frente haciéndolo más atractivo. Había un solo asiento doble desocupado; me dio el lugar de la ventanilla como imponiendo una orden. Después de unas cuadras, el brazo de él tocó levemente mi codo durante un par de segundos. Me bajé en la esquina de la plaza; él también, con la intención de invitarme a un café.

A los pocos meses nos casamos, fue en octubre, el día de San Judas Tadeo, el santo que veneraba mi abuela.

El sol llega a su cenit e inicia el descenso alargando las sombras de los árboles; continúo el camino de regreso con las manos en los bolsillos, aprieto el paquetito y siento que el contenido descansa seguro en la seda del pañuelo. Hago una pausa antes de abrir la puerta de casa, suspiro al entrar y el espejo redondo, colgado de la pared, me devuelve la imagen de un cuerpo delgado y un morado magullón en el cuello como una tortura lenta aceptada con sumisión. Con la punta de mi dedo recorro los bordes de la huella, queriendo borrar su impresión de mi piel. El resentimiento me emponzoña con su espantoso veneno, incitándome a ejecutar el plan que había entretejido con pensamientos escondidos bajo la almohada. En ese instante, brota una voz desde mi interior: «Tiene que ser hoy». Esa voz viene a la noche mientras mi esposo duerme junto a mí, para repetirme una y otra vez: «No estás bien, Ana. Nada está bien».

Facundo se sienta a la mesa y pide su comida, no me dirige la palabra ni me mira durante la cena como si yo no existiera, es su costumbre desde hace meses. Cuando termino de lavar los platos saco del bolsillo el diminuto paquetito y me detengo a observarlo. En la casa de la abuela Sara no había paquetitos sino frascos de vidrio con tapas doradas. A pesar de que el tiempo compartido con ella fue breve por haberme abandonado, a causa de una muerte repentina, nunca olvidé lo aprendido. Ella me enseñó a reconocer las plantas medicinales que cultivaba en su jardín, digno de admiración por la gran variedad de hierbas. Los diferentes aromas se convertían en un juego, la abuela me pedía que cerrara los ojos y machacaba hojas en un mortero, luego lo acercaba a mi nariz, yo inhalaba reconociendo claramente: «poleo». También aprendí cómo manipularlas y en qué cantidades debían mezclarse las raíces, hojas, flores y semillas, a fin de obtener un té para atenuar el dolor, inducir el sueño, aliviar cólicos.

Sobre una pequeña bandeja coloco el paquetito, con mucho cuidado deshago el nudo, extiendo el pañuelo y un puñado de diminutas semillas negruzcas, unidas sobre la tela, parece que concentran un rencor acumulado. Como si estuviera ejecutando un ritual que alcanza el grado más solemne, destapo el frasco y compruebo que solo quedan unas pocas flores de manzanilla, introduzco en la tetera la cantidad exacta. Siguiendo la ruta que mi mente dibuja, sin olvidar cada paso, no incorporo las semillas de anís como siempre lo hago sino las de cicuta. Mientras espero que hierva la infusión, busco en la alacena el frasco de miel, está junto a la botella de licor en cuya etiqueta se muestra una tormenta de fuego, dispuesta a castigar con su látigo ardiente. Aspiro el aroma dulzón de la miel, una cucharadita dentro del té será suficiente para disimular el amargor.

Entro en el comedor, el brillo que refleja la hoja de un cuchillo de su colección me da de pleno en la cara y el miedo me obliga a cerrar un momento los ojos. Cuando los abro veo a Facundo con la cabeza inclinada: restaura el mango de manera artesanal. Dejo la taza humeante sobre la mesa de roble, con un movimiento sumiso y silencioso como lo hago todas las noches. Bajo la mirada y hago un esfuerzo por dominar el temblor de mis manos, permanezco así durante unos segundos. La agonía de la espera parece eterna al ver que se demora en beber. Una vez más, la voz vuelve a sonar en mi cabeza: «Algo puede salir mal». Hasta que al fin me atrevo a decir: ―Se va a enfriar. ―Mi voz suave y liviana apenas se escucha.

Facundo da un fuerte golpe en la mesa y pequeñas gotitas de té salen despedidas de la taza. ―¡Quiero tomar licor! ―grita con aspereza―. ¡Ana, no te quedes ahí parada! ¡Traé la botella! ―exclama poniéndose de pie y la ira le salta a borbotones.

El corazón amenaza con salirse de mi pecho ante el peligro inminente, frente a la mirada feroz de Facundo que da un paso hacia mí. El temor a esa amenaza abre en mi cabeza un abismo profundo. Desesperada pero también decidida me dejo caer en la más oscura profundidad.

Por primera vez no obedezco su orden. Rápidamente me abalanzo sobre la mesa hasta dar con la taza, lo miro a los ojos con osadía y casi sin respirar, bebo hasta la última gota de té…

Por Andrea Faulkner (Artesanas de historias)

Abrir mas artículos relacionados
  • Tres números

    «¿Qué me ocurrió?», murmuró mientras tanteaba el suelo con la palma de la mano. Apenas int…
  • Adornos navideños

    Entro al probador. Forcejeo. La malla entera, negra, con unos brillitos en el escote y en …
  • Arder

    Cuando el sol comenzaba a acariciar espinillos y algarrobos, Lucía ya tenía sobre la cocin…
Abrir mas en  Literatura
Comments are closed.

Ver tambien

Colonia Tecnológica de Verano, la nueva actividad que promueven desde el CUF

El martes 28, comienzan las actividades de la Colonia Tecnológica de Verano que la Municip…